Ejercicio #4: Antonia y Juan

Yo no estaba ahí pero me lo contaron.  La Antonia con el Juan llevaban años pololeando, años. Ella siempre nos decía que él era el amor de su vida (aunque lo empezó a decir como a los 15 y yo creo que ni siquiera le había dado un beso a otra persona antes). Le tenía el nombre puesto a todos los hijos que aún ni pensaban tener y había conseguido que su familia siempre invitara a Juan a todas las vacaciones familiares a la casa de Cachagua.

Así que nadie se sorprendió cuando Juan le pidió matrimonio, justo después de cantarle Feliz Cumpleaños, en el picnic que ella misma se organizó para celebrarse sus 21. Lo que sí fue sorprendente fue que la Antonia se paró (botando una botella de jugo de frambuesa en la mantita), y salió corriendo, así, sin decir nada. Juan se quedó con la torta en una mano y el anillo en la otra. Menos mal que yo no fui porque seguramente me habría reído.

El asunto es que la Antonia corrió y corrió y corrió por el parque, con un dolor que le punzaba el costado, con sabor a sangre en la garganta, sin entender por qué, ni saber a dónde iba, pero siguió corriendo hasta salir del parque, hasta llegar a la calle, hasta llegar a un semáforo y pasar de largo, hasta que la atropelló una bicicleta y ahí paró de correr.

Las malas lenguas dicen que fue un castigo divino por hacerle tamaña canallada al pobre de Juan, pero las que la conocemos de verdad sabemos que el que manejaba la bicicleta es mil veces más mino y la hace más feliz que ese perno de Juan.

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